celebra, celebra...


Celebrar la existencia es nuestro motivo de vida.  Pues la existencia no puede prescindir de nosotros. La existencia nos ha dado una oportunidad, una vida llena de tesoros inmensos que se esconden en nuestro interior: la belleza, el éxtasis, la libertad.
¡Pero no eres existencia! Eres lo que otros han decidido por ti. Y la existencia solo te pide que creas en ella. Si no puedes experi­mentar el cielo, las estrellas, el atardecer, el amanecer, las flores abriéndose, los pájaros cantando... ¡Toda la existencia es un ser­món! Aun no has llegado a sentir que existes en todas partes, que tu esencia se despliega cual brisa al amanecer.
Sólo tienes que confiar en ti mismo, que es otra forma de de­cir;  amarte a ti mismo. Y cuando confías en ti mismo y te amas, entonces, obviamente, te has responsabilizado de lo que eres, seas quien seas. Eso te da la experiencia de SER… y será tan tremenda que nadie te podrá esclavizar, manipular o someter.
¿Puedes ver la belleza que hay en un individuo que es capaz de mantenerse erguido por el solo? Y pase lo que pase -alegría o tristeza, vida o muerte-, el hombre que se ama es tan íntegro que no sólo será capaz de disfrutar de la vida, sino también de la muerte.
Sócrates fue castigado por la sociedad. Y es inevitable que las personas como Sócrates sean castigadas porque son individuos y no permiten que nadie les domine. Fue envenenado. Estaba tumbado en la cama mientras el hombre que tenía que darle el veneno lo estaba preparando. Atardecía, era la hora convenida. La corte había decidido la hora exacta, pero el hombre lo estaba retrasando. Sócrates le preguntó:
-El tiempo pasa, el sol se está poniendo, ¿por qué te estás re­trasando?
Este hombre no podía creer que alguien que estaba a punto de morir fuese tan escrupuloso con la hora de su muerte. En realidad, debería estar agradecido por el retraso. Él adoraba a Só­crates. Le había oído hablar en la corte y había visto la belleza que había en él: él solo tenía más inteligencia que todo Atenas. Quería retrasarlo un poco para que Sócrates pudiera vivir un poco más, pero Sócrates no se lo permitió. Le dijo:
-No seas vago. Trae el veneno.
Mientras se lo estaba dando, le preguntó:
-¿Por qué estás tan emocionado? Te veo tan radiante, veo tanta curiosidad en tus ojos. ¿No te das cuenta? ¡Vas a morir!
Sócrates dijo:
-Eso es lo que quiero conocer. La vida ya la conozco. Ha sido hermosa; con todas las ansiedades y las angustias pero, a pesar de todo, ha sido un placer. Simplemente respirar es una gran alegría. He vivido, he amado; he hecho todo lo que he querido, he dicho todo lo que he querido. Ahora quiero saborear la muer­te, y cuanto antes mejor.
Así es el hombre que se ama a sí mismo. Escogió incluso la responsabilidad de su muerte, porque el tribunal no tenía nada contra él; solamente era el prejuicio del público, el prejuicio de la gente mediocre que no podía entender la chispa de la inteli­gencia de Sócrates. Pero eran la mayoría, y decidieron darle muerte.


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