un hombre tonto
Los tontos poseen una sutil
sabiduría y los sabios siempre se comportan como tontos.
En la antigüedad, todos los
grandes emperadores tenían siempre un tonto en la corte. Tenían muchos sabios,
consejeros, ministros, primeros ministros, pero siempre un tonto. Aunque fueran inteligentes y sabios, los
emperadores de todo el mundo, en Oriente y Occidente, tenían un bufón en su
corte, un tonto. ¿Por qué? Porque hay cosas que los mal llamados sabios
no son capaces de comprender. Hay cosas
que sólo un tonto puede comprender porque los mal llamados sabios son tan
estúpidos que su astucia y sagacidad anulan sus mentes.
Un tonto es simple. Era necesario porque en muchas ocasiones los
mal llamados sabios no osaban hablar pues temían al emperador. Un tonto no teme a nadie. Hablará sea cuales sean las
consecuencias. Un tonto es un hombre que
no piensa en las consecuencias.
Así actúa el tonto
llanamente, sin pensar en lo que sucederá, en cuál será el resultado. Un hombre
astuto piensa primero en el resultado y luego obra. Primero va el pensamiento, luego la acción. Un hombre tonto, actúa; nunca piensa antes.
Cuando alguien alcanza lo
supremo nunca se comporta como tus sabios.
No puede. Puede ser como tus
tontos, pero no puede ser como tus sabios.
Cuando san Francisco se iluminó solía llamarse a sí mismo “el tonto de
Dios”. El Papa era un hombre “sabio” y
cuando san Francisco fue a verle, creyó que aquel hombre se había vuelto
loco.
Pero los
árboles y los pájaros y los peces pensaban de distinta manera. Cuando san Francisco iba al río, los peces
daban brincos celebrando su llegada.
Miles de personas lo vieron. Millones de peces se ponían a brincar al
unísono; todo el río se convertía en un mar de peces saltando. San Francisco había llegado y los peces
estaban felices. Y donde quiera que
fuera, los pájaros iban tras él; se le acercaban y posaban en su pierna, sobre su cuerpo, en su
regazo. Ellos comprendían a aquel tonto. Incluso los árboles que se habían secado y
estaban a punto de morir, reverdecían y florecían si San Francisco se les
acercaba. Esos árboles comprendían muy
bien que aquel tonto no era un tonto corriente: era el tonto de Dios.
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